EL RETO DE LA IZQUIERDA

La izquierda en general puede estar interpretando correctamente las señales de alarma que atronaron en las elecciones autonómicas madrileñas pese al notable cabreo que arrastran los exégetas de “El Manifiesto Comunista” en los medios de comunicación. Algún periodista, convertido en paladín guardián de las esencias, anda vomitando su bilis con espumarajos en la boca contra lo que para él/ella/elle es una apostasía herética de la izquierda que denomina “rojiparda” con la finalidad de reeditar el contubernio judeo-masónico que turbó el sueño al dictador pero ahora al revés. Vale, es cierto, lo confieso, me divierte mucho ver cómo se desgañita el/la/le pobre en sus tertulias, columnas y videoblogs, con semblante circunspecto y rictus milenarista, pero al mismo tiempo es enternecedor y despierta mi vena paternal. Le/la/lo daría un abrazo fraternal si no fuera porque seguramente me calzaría una hostia que me saltaría los dientes porque se ve que honra la teoría marxista en el gimnasio todos los días. En realidad es un anacronismo, es lo que con acierto señalaba Gramsci: vivimos un tiempo en que el viejo mundo no acaba de morir, el nuevo no termina de nacer y en este claroscuro medran los gilipollas, o algo así. También lo explicó meridianamente claro el nunca suficientemente llorado ex líder de Podemos, Pablo Iglesias, cuando hablaba de los pitufos gruñones de la izquierda, que no querían asumir tareas de gobierno sino que se dedicaban a gritar consignas polvorientas desde el fondo de la cueva. Lo nuevo que no termina de nacer pero empieza a germinar es una izquierda construida sobre las cenizas de un proyecto agotado y que va echando lastre a medida que se aleja de las orillas que identificó, también acertadamente, el tristemente fallecido, Julio Anguita.

Como hoy  me ha dado por las citas voy a recordar una reflexión de Pablo Iglesias, el líder de Podemos no el fundador del PSOE, que dijo algo así como que para representar a la clase obrera, lo que la izquierda posmo denomina “el pueblo”, un líder político debe vivir y expresarse como ella; decía lo de vivir en un barrio populoso y saludar al panadero aunque no dijo nada de mudarse a un lujoso chalet en una urbanización exclusiva, comportamiento que por aquél entonces atribuía a “la casta”. Al margen de las contradicciones ideológicas del ex líder de Podemos - ¿Quién no ha de convivir con sus contradicciones? – creo que en ese pasado que ahora se nos antoja lejano pero que es muy reciente, acertó de pleno. No se puede aspirar a representar a la clase obrera – “el pueblo”, si lo quieren así – hablando un idioma que no se comparte y abordando cuestiones que tampoco son comunes. Lo que enseña el 4M madrileño es que la izquierda si quiere gobernar – otra cosa es que no quiera y prefiera quedarse refunfuñando en un rincón – ha de centrarse en ofrecer respuesta a las demandas que la cotidianidad plantea y que se sustancian en la vida a pie de calle, a ras de barrio y sobre todo en el rural. En este redescubrir lo que deberían ser las esencias de la izquierda, es decir, el regreso a un lenguaje mutuamente inteligible y a un entorno común donde se comparten intereses y preocupaciones, la izquierda debe dejar atrás el alambicado lenguaje académico que ha usado hasta el momento y sobre todo abandonar la pretensión de seducir a los aliados laterales desde el núcleo irradiador de todas esas políticas identitarias con las que se ha pretendido ganar la hegemonía a través de performances performativas y payasadas de similar enjundia. Sintetizando mucho, la izquierda debe mandar a esparragar al soplagaitas de Laclau y así ya tiene media faena hecha. La transversalidad a la que aludían los fundadores de Podemos, cuando Podemos era Podemos y no el PCE con otro nombre, no era ideológica sino social, es decir, que en ese momento dulce en el que todo fue posible – y que se malogró por los egos y las ambiciones personales – se aspiró a representar a “los de abajo”, a la clase obrera, sin ambages ni circunloquios, expresando la voz de esa ciudadanía cuyas preocupaciones luego les parecieron pueriles frente a las grandes ideas de emancipación universal que les caracterizó cuando se institucionalizaron. No se ve bien desde algunos sectores de la izquierda más ortodoxa que los partidos “vanguardia de la clase obrera” bajen al tajo a ver qué les cuentan los obreros pero por mucho que les moleste esta es la tarea fundamental de la izquierda y no las asambleas en la Facultad de Ciencias Políticas. La acción y el pensamiento político de la izquierda no puede constreñirse al ámbito académico porque esto lo hace inane sino que ha de estar en el día a día, como decía Pablo Iglesias Turrión: “saludando al tendero por la mañana” y no al decano de la Facultad.

Esto que digo supone que los guardianes de las esencias de la izquierda le etiqueten a uno de “lepenista”, “rojipardo”, “falangista de izquierdas” y no sé cuántas barbaridades más porque vergüenza ni tienen ni la conocen pero imaginación les sobra. Etiquetando y clavando piolets somos en la izquierda Máster Cum Laude, que la práctica hace maestros en el arte, pero ahora queda por saber si aprenderemos a colaborar. Lo primero que hay que hacer es oídos sordos a los “pitufos gruñones” que desde el fondo de la cueva llaman a rebato y zafarrancho de combate, en el fondo gritan mucho pero si no se les hace caso acaban por ser ruido, que molesta un poco pero no estorba mucho. Lo segundo, y más importante, es tirar a la basura de la Historia las etiquetas, o mejor aún, metérselas por dónde les quepa a los etiquetadores a ver si les revientan dentro y les quedan las gónadas colgando de un campanario (Pepe Rubianes, in memoriam). Y si hay que ser "rojipardo", "lepenista" o "falangista de izquierdas" pues se asume el sambenito y seguimos mientras ladran.

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